conversación de ascensor…

Hace unos días L. y yo nos enamoramos a primera vista de un septuagenario florentino. Nos cautivó sin opción de escapatoria. En una breve conversación de ascensor, de la planta 3 a la 0, que se alargó durante unos pasos más, hasta el vestíbulo del palazzo donde nos despedimos de él para siempre. Nos habríamos ido, sin dudarlo, a tomar un spritz, un espresso o a pasear por las caóticas calles de la ciudad sólo por seguir a su lado.

Cuando salimos de la ensoñación del momento, nos reconocimos barajando la opción de haber parado el ascensor entre la planta 2 y 1 y así haber alargado unos instantes más ese momento. Entre las dos sumábamos años como para alcanzar su quinta, quizás superarla, seguro, superarla. Sólo por si el tema de la edad era impedimento de cualquier entendimiento con él. Ciertamente no, no lo era, porque con una conversación tan desinhibida y tan discreta consiguió mucha más atención por nuestra parte que un hombre de nuestra edad sujetando dos neones encendidos al fondo de una habitación a oscuras.

Nos reímos encantadas encajando la situación que acabamos de vivir, ¿te imaginas a este hombre enamorando personas en cada ascensor? ¿en cada cambio de semáforo? ¿en cada cola de supermercado? ¿alegrándole el día a todas aquellas que alcanzan su radio de actuación?

Y te estarás preguntando que nos dijo para causar tal sensación. Y no importa lo que dijo, si no cómo lo dijo. Y eso no lo puedo expresar con palabras, porque es un aura invisible, que no se ve, pero se siente. Sólo sé, sólo sabemos que ojalá ser como él de mayor… complicada tarea de súperpoder innato.

La recomendadora

Se conocieron compartiendo unas cervezas en una reunión de amigos. Era julio, era viernes y hacía bastante calor, aunque estaba cayendo la noche. Todos estaban cansados de la acumulación de jornadas de trabajo y noches sin dormir por las altas temperaturas. Esa ola parecía no tener fin. Las ganas de distracción eran mayores que la fatiga. Así que, la conversación y la risa se iban turnando de dos en dos en forma de espiral, recorriendo al grupo, en su mayoría, formado por personas conocidas para todos y algunas desconocidas entre sí.

¿De qué os conocéis? ¡Qué calor! ¿Dónde vives? ¿Llevas mucho tiempo aquí? ¿Pedimos otra? ¡Que sean tres! ¡Una más para mi! ¿Picamos algo? ¿Dónde vas de vacaciones? ¡Qué interesante! ¿Salimos fuera? Ya me lo habías dicho, pero ¿de qué año eres? ¿Alguien tiene un boli? ¿Estáis juntos? No, somos amigos.

Y así se pasan tres horas como si fuesen diez minutos:

¿Nos vemos mañana? ¿Hacemos un vermút? Nosotros os vemos por la tarde, que no podemos antes. Yo tengo una comida y probablemente acabe en una piscina con un gin tonic en la mano.

Risas.

Tú si que sabes. A las cinco cogemos el bus. Vamos hablando. ¡Sí! Ha estado genial este ratito, ¡me han caído muy bien tus amigos! No puedo más. ¡Quiero un helado! Venga, vamos andando. De camino seguro que encontramos algo.

Besos y abrazos.

Buenas noches. Encantada. Encantado. Igualmente. Ciao!

Risas.

Por aquí. Yo voy hacia arriba. Nosotros hacia abajo. ¡Adiós!

Durante aquel fin de semana, él y ella, no se vieron de nuevo. A los dos días, ella recibe un mensaje de whatsapp de uno de los nexos-de-unión: ¿te vienes a tomar un tinto de verano? y una foto de los dos como prueba irrefutable de qué y quiénes lo estaban haciendo. Era lunes. Era tarde. Más tarde aún cuando ella leyó el mensaje… y se encontraba en la cuidadosa tarea de dar la vuelta a una tortilla de patatas, con cebolla, por supuesto, para comer al día siguiente. Risas, en ambos lados de la pantalla táctil. Si estuvieseis más cerca, iría. Lástima. Otra vez será…

Al cabo de tres días, el nexo-de-unión parecía aburrido de hacer su papel en una conversación a tres bandas. Dió vía libre y un número de móvil a la parte más interesada. Pero, ¿interesada en qué? En conseguir una recomendadora de películas de carne y hueso, al margen de los caprichos algorítmicos de los buscadores, las aplicaciones y plataformas de VOD: si te gustó X, te gustará Y, no dejes de ver Z.

Así que las risas continuaron más allá de aquel viernes de julio y se convirtieron en un diálogo cuajado de títulos de películas.

Pero, mejor me haces una lista

Claro, una lista y te paso la factura.

Él se iba cinco semanas al norte, huyendo de lo que quedaba de verano y quería material cinematográfico para rellenar horas de tiempos muertos entre siestas, teletrabajo, vacaciones, reecuentros con amigos, tíos, primos y de más familia…

Todo indicaba que antes de su partida no iban a verse. Sin pensarlo mucho, ella anotó una docena y media de títulos en una página en blanco de su libreta. Esas pelis que la habían marcado de algún modo, que la habían sorprendido, que la habían roto o que la habían reconciliado con alguien o con algo en algún momento de su vida. Algunos títulos de clásicos y otras más actuales. Sabía que se dejaba muchos fuera, pero para empezar no estaba mal. Sabía que no se conocían de nada y que de aquel listado se podría sacar información sensible. Lo primero que sus gustos cinematográficos no eran los convencionales. Eso dijo él.

Cuando acabó de escribir la lista, hizo una foto con el móvil y se la envió. Sabía que podría haber tecleado la misma información en un mensaje de whatsapp, pero le habria quitado parte de personalidad. No covencional, eso dijo él.

Para bien o para mal, eso dijo ella. Y a continuación, puso una condición: por cada película de las recomendadas que veas y que te guste, tendrás que devolverme una referencia de una película, un libro o un disco de tus favoritos. ¡Quid pro quo!

Sí, «un ojo por ojo, diente por diente» cultural…

¡Y la factura! No te olvides de la factura.

La próxima vez, al autocine a Colorado

La tarde anterior habían acordado que irían juntos a ver esa película que los dos tenían aplazada desde hacía semanas. Por la mañana, M compró las entradas y quedaron en encontrarse en la salida del metro más cercana a la plaza. Irían desde allí juntos, andando y al cine «en pareja» por primera vez.

(Qué raras y qué intensas son a veces esas primeras veces…)

Cuando M descargó el pdf, lo compartió con L a través del chat de whatsapp, que era la vía de comunicación abierta y permanente con él. No había pasado un minuto y recibido un bizum por importe de una de las dos.

Cuando M llegó al lugar elegido, L no estaba. De repente, había desaparecido (o no aparecido) él y la conversación de whatsapp se habían esfumado. En el lugar de su foto de perfil había quedado ese logo gris y vacío. Los mensajes que enviaba se quedaban flotando en medio del tráfico que rodeaba la plaza, la fuente y la boca del metro. Sólo un check, ni doble, ni azul, ni en línea, ni escribiendo.

No hacía falta ser Sherlock Holmes para darse cuenta qué algo pasaba. M intentó llamarle y… fuera de toda sorpresa: el número marcado no se encuentra disponible en este momento, inténtelo de nuevo más tarde.

The Star drive in movie theater in Colorado

Se acercó a la puerta del cine dispuesta a cumplir con el plan previsto, al menos con la parte que le tocaba. Llegó al acceso y al pasar una de las dos entradas, el chico-de-la-pistola-láser leyó el código y mirándola a los ojos, disparó: «las dos personas vinculadas a esas entradas ya estaban dentro, te has debido equivocar.»

(Sí, sí… claro… en qué estaría yo pensando…) M salió escaleras arriba, entre estupefacta y cariacontecida, dirigió sus pasos a la taquilla y eligió otra película. Compró una nueva entrada y repitió el proceso anterior.

Esta vez el chico-de-la-pistola-láser sólo dijo: «Sala 4, al fondo a la derecha. Ya puedes pasar.»

Le sonrió con cierto apuro y le dijo: «has ganado con el cambio, ésta está mucho mejor y es la mejor ubicación.»

Buscó su asiento (se dijo para sí: el pistolero tenía razón) y sin pensar demasiado puso su móvil en modo avión.

Podría haber elegido la película que iba a ver con L. Podría haber entrado en la sala. Podría haber buscado la fila y el asiento que tenía en el pdf de su móvil. El mismo que él validó, sin un ápice de respeto, con alguien que no era ella. Podría hacerlo, pero no lo hizo. ¿Para qué? Él sabía que ella no lo haría. Y M decidió que era más sano pasar página y seguir viviendo una ficción diferente para sobrellevar una realidad decepcionante.

Cuando salió de la sala 4 miro de reojo la puerta de al lado. La otra peli era más larga, aún estaban dentro. Cogió su dignidad o lo que quedaba de ella y se la colgó al hombro, junto al bolso y al abrigo.

Caminó un poco perdida, en paz pero aturdida, por una ciudad, que se había tornado un poco más hostil y del todo desconocida.

Mirando a las alturas, buscando respuestas, se dio cuenta de que esa escultura, en lo alto de aquel edificio, no estaba hacía un par de horas, ¿cómo era posible?. Todavía se podía ver cómo la grúa recogía el brazo y los cordones de acero que habían utilizado para elevarla hasta allí, majestuosa. No todo iba a ser desagradable aquella tarde. De hecho ganó mucho con la película y la diosa cazadora iluminada por los rayos del atardecer del invierno, en plena golden hour, cuando todo es más bello, sólo superado por un amanecer en el que la vida empieza de nuevo.

Se quedó ensimismada en sus pensamiento, mientras se sentía deslumbrada por los neones de la ciudad, se sentía como si estuviese colgada del enorme gancho de la grúa, mirando todo desde arriba. Posición privilegiada.

Después de un largo paseo, naufragando en las sensaciones de la peli y lo extraño de los acontecimientos, ya en casa, sentada en el sofá, recordó que el móvil seguía en modo avión, así que activó los datos, que no había echado de menos en horas, y en cuanto se restableció la red, llegó un nuevo sms de Bizum: «enhorabuena, has recibido un envío… (blablabla)», con el mismo importe de la entrada de cine (la que faltaba) y un mensaje ¿de despedida? ¿en clave? en el concepto: eres más valiente que yo.

Después de unos meses, M ha visto 26 películas, en el cine o en casa sola o en compañia; 7 cortos, de amigos y conocidos, con sus previas y sus posts; 3 temporadas de 2 series que le han recomendado algunos de los anteriores… ¿Y L? Dudo que esté en el autocine de Colorado… estará refugiado en una de esas huidas frecuentes en salas pequeñas y oscuras, con pocas butacas de esta ciudad.

…cerrando círculos…

Deshizo la últimas cajas de la anterior mudanza cuando en las calles y sobre todo en los parques se notaban las secuelas de aquella borrasca de nieve que los meteorólogos, los telediarios, los seudoexpertos y toda la gente de a pie acabaron llamando Filomena. Sin duda, era la viva imagen de una señora mayor, mayor de las de verdad, de esas que tienen nietos de más de 30 años, de las que guisan pollo en una cazuela a fuego lento durante horas y te guardan una ración (o dos) de cocido completo y de las que te preguntan si te has quedado con hambre aunque podrías haber dejado de comer un rato antes. Pues eso, cuando Filomena, la tormenta, no la señora, había devastado las ramas del 80% de los árboles de la ciudad, ella estaba poniendo orden a su vida, una vez más… o eso creyó… ¿poner orden?

Empezó a preparar la siguiente mudanza justo después de una tormenta de arena digna de los mejores efectos especiales de una película ambientada en Marte o en el desierto del Gobi. A ese fenómeno no le pusieron nombre o ella, enfrascada en meter de nuevo la vida en cajas, no se enteró. De hecho se encontró una mañana, saliendo a la calle con todo cubierto de tierra muy fina. Sin saber porqué, ni cómo había llegado esa capa de color rojizo hasta la misma puerta de su casa. Había pasado mala noche y no sabía si es que era un efecto secundario de la falta de sueño y el malestar emocional de los últimos días, o es que todo el mundo sabía que el polvo en suspensión se precipitaría durante la madrugada, en ese punto geográfico concreto. Bueno, concreto, concreto no, que después vió que había cubierto dos tercios del país.

Entre uno y otro efecto meteorológico habían pasado muchas cosas y ninguna. La palpable sensación de que los principios y los finales formaban círculos cada vez más pequeños y que con ellos podía hacer cadenetas aprovechando los giros constantes de los acontecimientos…

billy by nuncahesabidodibujarmanos

Cuando acabó con ese traslado de un lugar a un no lugar, que esperaba que se acabase convirtiendo en hogar, y que lo fuese cuanto antes, porque no sabía cuánto duraría su estancia allí… Y vista la tendencia, no quiso ni pararse a pensar en que la potencialidad se hiciese realidad antes de lo esperado. Entre reflexión y pensamiento, decidió que era el momento de limpiar los cristales de las ventanas de esa casa, que le había dado paz y había sido refugio en los últimos meses. Fue entonces, cuando se dió cuenta de que la lluvia de los días siguiente no sólo no había mejorado la situación, si no que había conseguido empeorar las cosas y se había formado una especie de lígera argamasa en el alfeizar…

De repente, cuando estaba afanada en eliminar esa película de partículas de las repisas de cada una de las ventanas, salió su vecino de enfrente. Ese con el que nunca había cruzado una palabra, pero con el que había experimentado otras formas de comunicación. Se habían observado a escondidas y en silencio. Habían intercambiado mensajes mudos de un lado al otro de la calle. Algunos días, ella ponía una canción con la ventana abierta y él salía a su balcón a tomar un café y fumar un cigarro que liaba con destreza. Y de manera casual, él acababa tamborileando sobre la mesita de madera los compases de la música que le llegaba de no sabía dónde. A veces ella estaba en el sofá leyendo o viendo cualquier cosa en la tele justo antes de dormir, y él, en lenguaje morse lanzaba ráfagas con el flashes del estudio fotográfico que tenía montado en casa. Algunas veces se confundía con relámpagos de una tormenta…

Aquella mañana, cuando ella intentaba cerrar esa etapa de su vida, él estaba lacando una pieza de madera y bailando al ritmo que marcaban sus air pods, así que se miraron de reojo. Él se dió cuenta de que ella se iba y que era tarde para decir nada, aunque se miraron de frente, quizás por primera vez, y haciendo el ademán de empezar a hablar, cada uno en su orilla, cantaron y leyeron en los labios del otro la letra acompasada del estribillo de la última canción de… (rellene el espacio en blanco)

SAOKO, papi, Saoko… ¡el algoritmo, marcando el ritmo!

La peor persona del mundo

Hace unos días escuché en un programa de cine que la película de La peor persona del mundo de Joachim Trier, es el retrato de una joven millenial , Julie, que ronda los 30 y que se encuentra perdida y desubicada dentro de su mundo. Como sinopsis, la compro, pero creo que trasciende a esa edad, al presente y a los llamados millenials. Reflexión correcta y muy acertada, pero reduce el argumento a la mínima expresión. Se deja otros detalles por el camino. Evidentemente, resulta complicado dar detalles sin destrozar las ganas del espectador por ir a verla. Porque hay veces que ya lo has leído, oído y visto todo sobre la peli y queda muy poco margen para la sorpresa. Y quizás por eso me gusta ir a ciegas a ver cualquier cosa: película, obra de teatro…

La protagonista de La peor persona del mundo vive como cualquiera de nosotras con sus dudas constantes sobre si está estudiando lo que más le gusta, si prefiere probar algo que no tiene nada que ver con eso. Si tiene que trabajar una temporada sirviendo cafés para pagar parte de sus gastos. Si se besa con un chico cada noche, si se enamora de la persona equivocada, si va a tener hijos con ella o va a seguir experimentando en este día a día…

La peli tiene elementos que atrapan: el reencuentro de dos personajes que se enamoran en segundos, minutos, horas, mientras todo a su alrededor queda literalmente congelado, el ejercicio hipnótico de la música, la presencia de la sangre, sí, sangre roja, sangre de la duele cuando la ves caer. No al modo de una de Tarantino, si no sangre de menstruación y sangre de gravidez interrumpida… esa sangre con la que te identificas, una vez más.

Mi realidad diaria me sitúa, un poco o un mucho, como una millenial de facto. Depende del día. Aunque mi fecha de nacimiento me impide quedarme dentro de la acepción me identifico en la mayor parte de las experiencias. Julie transmite esa sensación de caída libre en medio de la incontrolable incertidumbre y esa sensación de saberse perdida en medio de un mundo inmanejable. Se acerca bastante a lo que siento a menudo. ¿Quién decide hasta cuándo puedes cambiar de idea sobre dónde trabajar, qué hacer, con quién estar? ¿Quién dijo que ya está bien y que es hora de tener cierta seguridad vital? ¿Cuándo dejas de sentirte la peor persona del mundo por esa indecisión o por creer que que todas tus decisiones son un error de cálculo? pues no lo sé, tampoco sé si alguien alguna vez dió respuesta y sentó cátedra sobre todo ello. Probablemente no.
Por suerte, el sentimiento de estar haciendo todo (casi) mal, cada vez surge con menos frecuencia y menos intensidad, aunque el rumbo de la vida siga tan a la deriva como siempre… ¿no somos todos navegantes de nuestra propia existencia intentando encontrar la calma?

fotograma: La peor persona del mundo

Habrá quién encuentre esta película como algo naif o llena de cliches vacuos, de «problemas del primer mundo», pero es que… ¿qué hacemos si vivimos en el primer mundo?… y quizás por eso, esta historia nos llega. Porque las preocupaciones de los personajes, son las nuestras. Porque sus desvelos, son los nuestros. ¿Qué hacemos si, por suerte, no nos bombardean a diario? ¿Qué hacemos si tenemos un plato de comida en la mesa y conexión wifi en el bolsillo y en todas partes? ¿Qué hacemos si podemos coger un vuelo de vez en cuando a algún destino remoto y no tenemos que endeudarnos durante años para cruzar un océano y acabar en nuestro país malviviendo en las calles? Claro que tenemos la capacidad de empatizar con historias alejadas de nuestra cultura y nuestra forma de vida y más aún cuando nos estamos en la oscuridad y la soledad de una sala de cine. Pero nos sentirnos identificadas con la protagonista de ésta no nos cuesta nada. Su vida nos entra por ojos como si fuese la de cualquiera de nosotras. Algo que también suele ocurrir con las historias de los podcasts de Isabel Calderón y Lucia Litjmaer en su Deforme Semanal Ideal Total, siempre hablan de mi, siempre hablan de ti, siempre hablan de tu amiga, de tu prima y al final, siempre hablan de ellas y de todas nosotras, incluida Julie.

fotograma: La peor persona del mundo

Cuando vi pasar los últimos títulos de créditos pensé: «esto es la vida» acompañada de un suspiro, que ponía el broche a una semana que había sido, para mi, intensa, a nivel millenial, en muchos aspectos, pero con amigas y amigos en los que apoyarme y con los que compartir los fracasos y algunos éxitos, que haberlos haylos.